No muchos mexicanos saben que lo que hoy acoge un gran parque acuático en su país fue durante la Segunda Guerra Mundial un campo de concentración para japoneses que vivían entonces en tierras aztecas.
Se trata de la antigua hacienda de Temixco, ubicada unos 100 km al sur de Ciudad de México, donde fueron recluidas unas 600 personas que podían ser así controladas por las autoridades mexicanas por expresa petición de Estados Unidos.
Rosa Urano fue una las habitantes del campo. Llegó con solo 6 años de edad junto a Yashiro, su papá japonés; María, su mamá mexicana; y sus dos hermanos. Hoy, con 87 años, aún recuerda cuando la familia recibió la noticia de que debían abandonar su hogar en el estado mexicano de Veracruz.
“Mis papás se pusieron muy tristes, pero él siempre decía que nada más terminara la guerra íbamos a regresar. Y con esa idea vinimos”, le dice a BBC Mundo mientras pasea por la antigua hacienda que se convirtió en su casa durante unos tres años.
El de Temixco no era un campo de exterminio nazi ni uno de los campos de internamiento en los que EE.UU. recluyó en aquella época a miles de ciudadanos de origen japonés y de donde tenían la salida totalmente prohibida.
“La entrada de Temixco, en cambio, era vigilada por miembros del ejército, pero digamos que era una vigilancia laxa. Aquí podían salir a las cercanías tras reportarse, aunque para trasladarse fuera de la ciudad debían antes solicitar y obtener un permiso”, le explica a BBC Mundo Sergio Hernández, historiador mexicano experto en migración japonesa en el país.
Pese a todo, el recuerdo de muchas de estas personas de origen japonés que llegaron a Temixco en edad adulta, obligadas a dejar atrás sus vidas y años de integración en otras zonas de México, es de absoluta tristeza ante la clara injusticia cometida contra ellos.
Obligados a concentrarse
Tras el ataque de Japón a la base estadounidense de Pearl Harbor a finales de 1941, Washington comenzó a concentrar a los migrantes japoneses para vigilarlos de manera estrecha y pidió al resto de países en la región que siguieran su ejemplo.
Según Hernández, “el gobierno mexicano aceptó la presión del gobierno norteamericano para trasladarlos, pero a diferencia de otros países latinoamericanos, decidió no enviarlos a los campos de EE.UU. sino que los concentró en el propio México”.
El principal interés estadounidense era alejarlos especialmente de la zona cercana a su frontera, al considerar que su presencia allí podría suponer un peligro para su seguridad y un riesgo de espionaje.
Temerosos de que pudieran acabar siendo llevados a los campos de EE.UU., los japoneses en México no tuvieron más remedio que dejar sus casas y negocios, y aceptar mudarse por sus propios medios a Ciudad de México y Guadalajara, tal y como les requirieron las autoridades mexicanas.
Sus compatriotas que ya vivían en estas ciudades se organizaron en el Kyoei-kai (Comité de Ayuda Mutua) para recibirlos y apoyar a los cientos de familias que iban llegando. La dirección donde se alojarían mientras durara la guerra era registrada, una a una, por la Secretaría de Gobernación mexicana.
Pero tras abandonar sus vidas en otros lugares del país, muchos de ellos no tenían recursos para sobrevivir en sus nuevos destinos, por lo que se hizo necesario buscar un lugar donde pudieran mantenerse por sus propios medios.
En el municipio de Tala, en Jalisco, se acondicionó un campo en un rancho para aquellos que llegaron a Guadalajara. Por su parte, con dinero aportado por la Embajada de Japón en México, el Kyoei-kai adquirió una antigua hacienda mucho más grande (unas 250 hectáreas) en Temixco para los trasladados a Ciudad de México.
Se trataba de un viejo rancho azucarero que, dada la climatología y la presencia de un río, ofrecía condiciones óptimas para sembrar productos como arroz y vegetales.
“La presencia de agua fue lo más importante para elegir este lugar, porque la mayoría de quienes llegaron se dedicaban antes a cultivar en el norte de México, por lo que podrían tener suficiencia de cultivo”, le dice a BBC Mundo Tooru Ebisawa, mexicano de ascendencia japonesa que lleva años documentando e investigando esta parte de la historia.
Recuerdos de hace ocho décadas
Pasear con la señora Rosa Urano por la exhacienda de Temixco es trasladarse en el tiempo gracias a sus nítidos recuerdos. Sin dudar un instante, señala la zona dónde estaban las cocinas, el riachuelo donde su mamá lavaba las ollas o el área de pequeños dormitorios de madera que los propios habitantes del campo se encargaron de levantar.
Recuerda que toda la familia dormía sobre una colchoneta en la tarima. No tenían cocina, ya que todos comían en el comedor colectivo que atendían su madre y el resto de mujeres de la hacienda.
“Mi mamá nos decía que teníamos que llegar temprano a la cocina para que nos tocara un pedacito de carne al mediodía, porque estaba racionada. Si llegábamos más tarde, ya era puro caldito con verdura”, relata.
Los niños como ella acudían a la escuela pública ubicada a las afueras del campo. También tenían la opción de asistir a la que se instaló dentro de Temixco y en la que se enseñaba en japonés.
Los hombres, por su parte, eran los encargados de trabajar en el campo desde temprano en largas jornadas de trabajo durante las que cultivaban alimentos para su consumo y para la venta, y por lo que se les pagaba cuatro pesos semanales (US$0,21 al cambio actual).
Urano cuenta que ese dinero era empleado por su familia para comprar jabón con el que bañarse. Para poder comprar algo de ropa, su madre vendía raspados de frutas (granizados de hielo) a las afueras del campo.
Protestas por las condiciones laborales
Estas condiciones de trabajo y la coordinación de quien fue elegido por el Kyoei-kai como administrador del campo, Takugoro Shibayama (quien vivía junto a su familia en una casa de piedra en diferentes condiciones que los pequeños dormitorios del resto), motivaron las protestas de algunos de los internos.
Uno de ellos era Seiki Hiromoto, quien fungía como médico en la hacienda y donde se casó con una joven japonesa.
Según su nieto Kenji Hiromoto, quien lleva años estudiando la historia de su familia, su enfrentamiento con el administrador le valió ser reportado a las autoridades mexicanas y ser enviado seis meses al campo de encarcelamiento de Perote, en Veracruz. Allí se concentraban también a italianos y alemanes bajo condiciones y vigilancia mucho más estrictas.
“Él saltaba la barda de la hacienda en horas que ya no eran permitidas para curar a los lugareños del pueblo, que le pagaban con gallinas o huevos que le servían para completar lo que sembraban en el campo, porque no había para todos. Hasta que lo sorprendieron y lo acusaron de espía falsamente”, le dice a BBC Mundo.
“Puedo decir que mi familia no tuvo un buen sabor de boca de lo vivido aquí: hubo explotación, injusticia y privilegios por parte de quienes dirigían la hacienda, toque de queda, racionamiento de comida… Mi abuela me decía que habían sufrido bastante”, agrega en base a las conversaciones que mantuvo con sus abuelos y hermanos de su abuelo que vivieron en Temixco.
“En las entrevistas que nosotros hicimos hubo diferentes versiones sobre el administrador de la finca. Su función era la de poner orden y se dice que era muy estricto, por lo que quienes eran enviados a Perote no le tenían simpatía”, apunta Ebisawa.
Sin disculpas de las autoridades
En los recuerdos infantiles de Rosa Urano, como es de esperar, su experiencia en Temixco fue diferente. “Yo no puedo decir que fueron años tristes, porque tenía con quien jugar y no les daba importancia a otras cosas”, asegura.
Eso sí, la opinión de sus padres era bien distinta. “Cuando le preguntábamos a mi papá si había sido feliz aquí, siempre decía que no, que vino de Japón para sufrir aquí. Pero tampoco quería regresar allá”.
Cuando la guerra terminó, los japoneses de Temixco tuvieron de nuevo libertad para ir donde quisieran. Muchos, como la familia de Urano, decidieron quedarse en la zona tras años alejados del que había sido su hogar antes del conflicto.
El abuelo y padre de Fernando Álvarez, actual copropietario del terreno, compraron la finca en 1949 para dedicarse al procesamiento de arroz y, dos décadas después, convertirse en el actual parque temático. Pero su vinculación con la comunidad japonesa está siempre presente.
“Hace muchos años, llegaron aquí tres japoneses, dos hombres y una mujer. Me preguntaron si podían pasar porque ellos habían vivido aquí. Y resultaron ser miembros de la familia Shibayama, eran sus hijos”, recuerda Álvarez en conversación con BBC Mundo.
El historiador Hernández critica especialmente la persecución que sufrieron en México no solo los japoneses, sino también su entorno.
“Las mujeres de algunos japoneses, que eran mexicanas, también sufrieron una violación terrible de sus derechos, obligándolas a concentrarse aquí. Y también afectó a japoneses que ya eran mexicanos naturalizados. Fue una persecución claramente racial”, asegura.
Por eso, el experto defiende que el gobierno mexicano les debe “una disculpa” a estas personas. Sin embargo, muchos de los afectados “no se sienten agraviados si se comparan con los que vivieron en los campos de concentración de EE.UU. Más bien están agradecidos hacia el México que los recibió”, señala.
Un ejemplo de ello es la propia Rosa Urano, para quien la decisión de juntar a los japoneses en Temixco no fue algo negativo.
“Lo que sí reconozco es que, hasta ahorita, no sé para qué lo hicieron. Porque todos teníamos una casa bonita que se quedó allá, en otro lugar. Creo que deberíamos tener un por qué de aquella decisión”, reflexiona mientras se encamina a la salida de la antigua hacienda dejando atrás años de recuerdos.
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